“La distancia que hay de cuerpo a cuerpoes tan grande como la que hay de alma a alma”.------“Eloísa, Perséfona, María,
muestra tu rostro al fin para que vea
mi cara verdadera, la del otro,
mi cara de nosotros siempre todos,
cara de árbol y de panadero,
de chófer y de nube y de marino,
cara de sol y arroyo y Pedro y Pablo,
cara de solitario colectivo…”
-Octavio Paz.
Por género próximo y diferencia específica el otro es el ser que no soy. Y sin embargo es él quien afirma mi ser propio, el garante de mi propia existencia. Más aún, como límite de mi voluntad y mis verdades, me moldea, le da forma a lo que soy. Censor inmisericorde o mártir abnegadísimo, me crezco o me someto hasta donde lo fomenta su presencia.
El que me seduce, el que me humilla, el que repudio, ese en el que alguna vez –soberbio o avergonzado- me reconozco. Y es que naturaleza no me es por completo desconocida y su existencia me es familiar hasta el hartazgo. El otro es, como yo mismo, una cumbre distante hacia la que intento erigir puentes de imaginación, de delirio colectivo y contagioso. Números, palabras, imágenes, dudas, historias, ideologías, luchas, ciencia y cálculos: endebles puentes hacia el otro.
Inalcanzable, intocable, aborrecible, peor aún, indiferente: insensible a mi presencia, a mi búsqueda y mi interpretación de él. Mi peor hallazgo es saberlo desinteresado él mismo de búsquedas e interpretaciones infructuosas.
Pero nunca me rindo en mi intento de llegar a él, porque busco ahí –por género próximo y diferencia específica- la clave de mi propio ser. En mi intento de asirlo busco siempre negarlo, descartarlo para asirme a mí mismo. Es así que termino por amoldarlo a mi propia forma. Cuando no se escapa él de mi certeza, se me escapa la propia certeza de que lo he alcanzado.
Imantado vacío –como todos los vacíos- al que podría, por amor u odio, lanzarme sin ningún recelo. Pozo en cuyo insondable fondo busco algún reflejo más cierto que mi propio rostro. Puerto imposible, lleno de navíos dispuestos.
Otro: Abismal espejo de la diferencia.
El que me seduce, el que me humilla, el que repudio, ese en el que alguna vez –soberbio o avergonzado- me reconozco. Y es que naturaleza no me es por completo desconocida y su existencia me es familiar hasta el hartazgo. El otro es, como yo mismo, una cumbre distante hacia la que intento erigir puentes de imaginación, de delirio colectivo y contagioso. Números, palabras, imágenes, dudas, historias, ideologías, luchas, ciencia y cálculos: endebles puentes hacia el otro.
Inalcanzable, intocable, aborrecible, peor aún, indiferente: insensible a mi presencia, a mi búsqueda y mi interpretación de él. Mi peor hallazgo es saberlo desinteresado él mismo de búsquedas e interpretaciones infructuosas.
Pero nunca me rindo en mi intento de llegar a él, porque busco ahí –por género próximo y diferencia específica- la clave de mi propio ser. En mi intento de asirlo busco siempre negarlo, descartarlo para asirme a mí mismo. Es así que termino por amoldarlo a mi propia forma. Cuando no se escapa él de mi certeza, se me escapa la propia certeza de que lo he alcanzado.
Imantado vacío –como todos los vacíos- al que podría, por amor u odio, lanzarme sin ningún recelo. Pozo en cuyo insondable fondo busco algún reflejo más cierto que mi propio rostro. Puerto imposible, lleno de navíos dispuestos.
Otro: Abismal espejo de la diferencia.
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