Frente al mundo no es más que un chiquillo retraído y asustadizo, que busca un cálido acercamiento a la vez que lo rehuye. No sólo el mundo sino también los otros se esconden demasiado lejos para su vista miope, y tras las altas tapias del vacío que él mismo ha construido. A salvo en su guarida, el ego se propone ir más allá de sí. Se asoma por la ventana y, tras un buen vistazo, comienza a hablar sobre el mundo y los otros. Se convierte entonces en un observador remoto, como un astrólogo fascinado con la lejanía de los cuerpos celestes a los que intenta capturar con un poderoso telescopio.
Burda caja de resonancia para los murmullos de la realidad. Imperfecto tamiz de las verdades. Monstruo de la ruptura y la diferencia. El ego fabrica innumerables máscaras para que encubran al ser verdadero –ser unitario, ser sin diferencia- y rompe la verdad perfecta del ser en fragmentos imperfectos.
El ego es el personaje que encarna a la conciencia púdica, represora, contraria a aquella otra –a la que se han referido, por ejemplo, casi todas las doctrinas orientales- la conciencia bien despierta y libre. Se comporta como el mal consejero que, como buen poseedor de nuestros más profundos secretos, nos hace vivir atormentados, incómodos bajo la propia piel. Como un malicioso dueño de nuestra voluntad se ha instalado en lo más profundo de ella. Vivimos bajo al acecho de este pervertido confesor, que nos amenaza con revelar nuestra verdad última, sin disfraces, si osamos traicionarlo o apenas desoírlo.
Cazafortunas de fortunas malditas. Fabricante de cárceles de lujo, de celdas decoradas al gusto. Pequeño astro moribundo que cree iluminar constelaciones y galaxias enteras, mientras el universo late ajeno a su diminuto brillo. Amargado histrión de sí mismo. Macabro bufón de la finitud, de la muerte.
Burda caja de resonancia para los murmullos de la realidad. Imperfecto tamiz de las verdades. Monstruo de la ruptura y la diferencia. El ego fabrica innumerables máscaras para que encubran al ser verdadero –ser unitario, ser sin diferencia- y rompe la verdad perfecta del ser en fragmentos imperfectos.
El ego es el personaje que encarna a la conciencia púdica, represora, contraria a aquella otra –a la que se han referido, por ejemplo, casi todas las doctrinas orientales- la conciencia bien despierta y libre. Se comporta como el mal consejero que, como buen poseedor de nuestros más profundos secretos, nos hace vivir atormentados, incómodos bajo la propia piel. Como un malicioso dueño de nuestra voluntad se ha instalado en lo más profundo de ella. Vivimos bajo al acecho de este pervertido confesor, que nos amenaza con revelar nuestra verdad última, sin disfraces, si osamos traicionarlo o apenas desoírlo.
Cazafortunas de fortunas malditas. Fabricante de cárceles de lujo, de celdas decoradas al gusto. Pequeño astro moribundo que cree iluminar constelaciones y galaxias enteras, mientras el universo late ajeno a su diminuto brillo. Amargado histrión de sí mismo. Macabro bufón de la finitud, de la muerte.
Quizá podamos, más allá del ego, encontrar otro ser propio, otra conciencia de sí mismo, una que no tenga barreras ni velos, ni lenguajes ni para interpretar y disimular al mundo. Quizá encontremos, una vez abandonado el fortín del ego, el campo abierto, el campo vasto de un mundo menos ajeno.
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