“El cuerpo es una razón en grande, una multiplicidad con un sólo
sentido, una guerra y una paz, un rebaño y un pastor.
Instrumento de tu cuerpo es también tu razón pequeña, hermano,
la que llamas espíritu: un instrumentillo y juguetillo de tu razón grande”.
-F. Nietzsche,
“Así hablaba Zaratustra”
Vejado, denostado, ultrajado, humillado, olvidado, incluso sujeto a penitencia por los pecados pretéritos. El cuerpo ha sido históricamente relegado cuando menos al puesto de un esclavo necesario, a la bestia que hay que someter y amaestrar a fin de que el espíritu –el demandante, el impaciente amo- pueda avanzar en su imparable trayecto hacia la última promesa: la liberación. Alcanzada ésta, el amo espíritu se deshará de la bestia para continuar con un andar más ligero, aunque se ignore entonces hacia dónde han de llevarle sus aligerados pasos.
Las manifestaciones y la vida del cuerpo han sido reprimidas por corresponderse con la vida de la materia, en oposición a la del espíritu. Tanto en la ideología laica como en la religiosa éste ha merecido más atención, cuidado y reconocimiento que aquella. La materia ha sido para el hombre apenas, en el mejor de los casos, un instrumento o, en el peor, una amenaza.
Bajo la burka, el velo, la mantilla, la rigurosa etiqueta o el traje sastre, el cuerpo ha sido ocultado y cuando menos disimulado. Compañero indómito de la vergüenza artificiosa, portador de los disfraces que decide “ese otro”, el yo, que, con su razón como compañera, parece haberse instalado en él como quien ocupa un inmueble nuevo, como quien no nació y creció en esa vieja casa.
Noble sirviente, el eficientísimo, el más leal de los empleados, el obrero que jamás cuestiona, el comprometido peón de la voluntad que el ego impone, el cuerpo apacible no hace por defenderse de las injurias ideológicas cotidianas pero muestra su bestial dignidad cuando ésta ha sido suficientemente ignorada. El cuerpo rezonga a veces, para mostrarnos su natural sabiduría oculta. El cuerpo habla para enseñarnos su mudo imperio sobre los fantasmas que construye el intelecto altivo.
Y es que a veces olvidamos que el propio mundo nos entra a través de las puertas que, sin egoísmos, sin falsas soberbias, nos abre el cuerpo. Él se tiende firme como un puente entre aquello que somos y aquello que no, esto es, entre nosotros y las cosas. Más aún, de ser por el cuerpo no habría tal escisión entre el yo y las cosas; el cuerpo no tiene divisiones, no experimenta desgarraduras ni tiene anhelos totalitarios. En él es vivencia cotidiana la unidad que la razón jamás alcanza. El cuerpo reina sobre sí mismo y funciona como un todo perfecto en silencioso movimiento.
¿Cómo podríamos intuir el tiempo y el espacio sin el propio movimiento? ¿Qué podríamos saber del mundo sin el adalid de los sentidos? ¿Quién sería yo sin la química soberana que en mí se gesta cada día? La propia felicidad, el bien último que el espíritu codicia, es imposible si este genio alquimista está agobiado o enfermo. Cuerpo: motor inmóvil del espíritu.
Las manifestaciones y la vida del cuerpo han sido reprimidas por corresponderse con la vida de la materia, en oposición a la del espíritu. Tanto en la ideología laica como en la religiosa éste ha merecido más atención, cuidado y reconocimiento que aquella. La materia ha sido para el hombre apenas, en el mejor de los casos, un instrumento o, en el peor, una amenaza.
Bajo la burka, el velo, la mantilla, la rigurosa etiqueta o el traje sastre, el cuerpo ha sido ocultado y cuando menos disimulado. Compañero indómito de la vergüenza artificiosa, portador de los disfraces que decide “ese otro”, el yo, que, con su razón como compañera, parece haberse instalado en él como quien ocupa un inmueble nuevo, como quien no nació y creció en esa vieja casa.
Noble sirviente, el eficientísimo, el más leal de los empleados, el obrero que jamás cuestiona, el comprometido peón de la voluntad que el ego impone, el cuerpo apacible no hace por defenderse de las injurias ideológicas cotidianas pero muestra su bestial dignidad cuando ésta ha sido suficientemente ignorada. El cuerpo rezonga a veces, para mostrarnos su natural sabiduría oculta. El cuerpo habla para enseñarnos su mudo imperio sobre los fantasmas que construye el intelecto altivo.
Y es que a veces olvidamos que el propio mundo nos entra a través de las puertas que, sin egoísmos, sin falsas soberbias, nos abre el cuerpo. Él se tiende firme como un puente entre aquello que somos y aquello que no, esto es, entre nosotros y las cosas. Más aún, de ser por el cuerpo no habría tal escisión entre el yo y las cosas; el cuerpo no tiene divisiones, no experimenta desgarraduras ni tiene anhelos totalitarios. En él es vivencia cotidiana la unidad que la razón jamás alcanza. El cuerpo reina sobre sí mismo y funciona como un todo perfecto en silencioso movimiento.
¿Cómo podríamos intuir el tiempo y el espacio sin el propio movimiento? ¿Qué podríamos saber del mundo sin el adalid de los sentidos? ¿Quién sería yo sin la química soberana que en mí se gesta cada día? La propia felicidad, el bien último que el espíritu codicia, es imposible si este genio alquimista está agobiado o enfermo. Cuerpo: motor inmóvil del espíritu.
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