Piel, voluntad, recuerdo... Todo quiere desprenderse, arrojarse por fin del caballo en fuga. La muerte es un relincho a la distancia. El jinete ha cedido a todos los esfuerzos por imponerse sobre una marcha interminable y miope. La fatiga del cuerpo triunfa sobre la perseverancia del alma. El animal indómito seguirá su galope incansable mientras que el hombre, quien lo contempla desde la creciente distancia, pende de su último suspiro.
La brecha entre las dos presencias se agiganta. Lo que hay entre un hombre y los demás, lo que hay entre él y el mundo de las cosas, se pone en estricta evidencia. La soledad, como la de un árbol en medio de la llanura, se adueña del paisaje interior. Los sentidos como ineficaces ramas no pueden ya extenderse hacia el mundo de ahí fuera; comienzan a secarse, a volver la poca savia que les queda hacia una raíz incierta.Los sentidos se adormilan, van diciendo los adioses, y encarcelan al hombre en su propia alma quieta y lejana. La ponen de cara contra el silencio de sí misma, o el vacío de sí misma, o la interrogación o el grito implosivo de sí misma. Las voces sucumben en la lejanía, los rostros pierden la forma amada, esa que fue moldeada más o menos finamente por los azares de la memoria emotiva. Los sabores ya no invitan a la lujuria del paladar y el tacto es más sencillo, porque ya no hace vibrar las ignotas fibras del placer.
El tiempo carece de sentido, pues ya no hay planes realizables, y sin ellos tampoco quedan recuerdos firmes. Inmerso en sí mismo, desprovisto ya de los diversos roles de su vida, el hombre no puede más que esperar, pasar el tiempo en su acepción corriente. El tiempo ya no apremia, no amenaza. Los susurros de la eternidad se elevan hasta alcanzar dimensiones de estruendo.Acaso haya silencio ahí donde los otros ya no hablan. Acaso haya paz donde las murallas del cuerpo han cesado el comercio con la sorpresa externa. Acaso llegue entonces el hombre a la totalidad de sí mismo, a la verdad de sí mismo.
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