Piensa, sueña, dibuja meticulosamente el proyecto de sí mismo. Y aunque parece el actor perfecto de su propia tragedia (en raras y casi podríamos decir geniales ocasiones, el farsante prefiere la comedia), es más director que ejecutante. Porque no es tanto un maestro del hacer como del planear. Más que realizador es estratega de su propio sino. Y es que aunque preferiría ser el ingenuo artesano de una historia, carece del compromiso, pero sobre todo de la humildad que tal papel demanda. Mortal superdotado de delirios, no podría resignarse a una vida honesta y llana.
Hay que agregar, por otra parte, que enfrenta obligaciones más apremiantes que pulir la representación cotidiana. Su prioridad no es el instante presente y perecedero sino la inmortalidad del futuro. El farsante trabajaría más si no estuviese ocupado moldeando finamente cada contorno de su trascendencia. El ensayo frente al espejo se ve interrumpido por la necesidad de montar un acto nuevo. No hay tiempo que perder para el libro o la película de toda una existencia. No hay suficientes días en la vida para estructurarlos todos en una línea fundamental y constante, para hilvanarlos con significados que habrán de quedar al descubierto en un magnífico clímax final. Cuando no está planeándose, fabricándose, va por ahí recogiendo ideas, gestos y melodramas ajenos que incorporará en el acto próximo.
Su función es seria; su responsabilidad, grandísima; su desempeño imperdonable. Enfrenta las decisiones del día a día ceñido a la meditación de su biografía, a la totalidad de su ser y no al momento preciso. Su único gozo es reclinarse a veces en la tibieza blanda de sus predicciones fantásticas, de sus planes totalitarios.
Sin embargo este voraz de absoluto propio se hace, consecuentemente, tiempo suficiente para las emociones absolutas: la depresión, la catástrofe, la crisis de sí mismo. Y es que por momentos le cuesta reconocerse y reconocer dónde queda su luz planificadora respecto a la sombra de su retrato imperecedero. Por momentos intenta distinguir entre la multitud de geniales rasgos, alguno que lo haga sentirse en casa, pero el espejo le obsequia un paisaje inhóspito atravesado por un sinfín de incógnitas.
Exhaustiva y sin recompensas confirmadas es la vida de este singular personaje. Escribirse a sí mismo es una carrera a muerte con la vida propia. Menuda tarea es vencer al destino en la meta del punto final.
Hay que agregar, por otra parte, que enfrenta obligaciones más apremiantes que pulir la representación cotidiana. Su prioridad no es el instante presente y perecedero sino la inmortalidad del futuro. El farsante trabajaría más si no estuviese ocupado moldeando finamente cada contorno de su trascendencia. El ensayo frente al espejo se ve interrumpido por la necesidad de montar un acto nuevo. No hay tiempo que perder para el libro o la película de toda una existencia. No hay suficientes días en la vida para estructurarlos todos en una línea fundamental y constante, para hilvanarlos con significados que habrán de quedar al descubierto en un magnífico clímax final. Cuando no está planeándose, fabricándose, va por ahí recogiendo ideas, gestos y melodramas ajenos que incorporará en el acto próximo.
Su función es seria; su responsabilidad, grandísima; su desempeño imperdonable. Enfrenta las decisiones del día a día ceñido a la meditación de su biografía, a la totalidad de su ser y no al momento preciso. Su único gozo es reclinarse a veces en la tibieza blanda de sus predicciones fantásticas, de sus planes totalitarios.
Sin embargo este voraz de absoluto propio se hace, consecuentemente, tiempo suficiente para las emociones absolutas: la depresión, la catástrofe, la crisis de sí mismo. Y es que por momentos le cuesta reconocerse y reconocer dónde queda su luz planificadora respecto a la sombra de su retrato imperecedero. Por momentos intenta distinguir entre la multitud de geniales rasgos, alguno que lo haga sentirse en casa, pero el espejo le obsequia un paisaje inhóspito atravesado por un sinfín de incógnitas.
Exhaustiva y sin recompensas confirmadas es la vida de este singular personaje. Escribirse a sí mismo es una carrera a muerte con la vida propia. Menuda tarea es vencer al destino en la meta del punto final.
2 comentarios:
Hola!!
Desconozco por completo el motivo de la despedida o del "descanso". A ver si nos platicas un poco más. La verdad es que tus escritos tienen una envergadura poco accesible para los simples mortales.
Pero este último pos tuyo me gustó. =)
Un abrazo!!!
Óyeme no! Nada de descansos. La vida de un poeta no tiene descansos. Nos acostumbraste a tus bellísimos escritos y ahora nos sales que te despides para "descansar". La vida del poeta es eso: VIDA!!!
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