14 nov 2006

El hombre sabio

Muchos caemos en la tentación, alguna vez, del uso indiscriminado de la inteligencia, como si fuera ésta un fin en sí misma. Caemos también en el espejismo soberbio de que aquél que domina el discurso, domina a los demás, ya que por obra del logos es más poderoso que ellos. El hombre que habla tiende a menospreciar a los que honran el silencio. Pero es, como lo digo, un pecado de soberbia, quizá el pecado más humano (habrase visto un ser que sin ser dios, puede hablar sobre los dioses, y crear como los dioses). Incluso la inteligencia está, o debiera estar, al servicio de un fin más grande, menos egoísta que el saberse inteligente.

La inteligencia no es una virtud, su correcto uso sí lo es. En la práctica, la inteligencia se legitima y adquiere su verdadero cariz. Fuera de ello, es una cualidad vacía y abstracta, sin connotaciones morales. Por ello decir de un hombre que es inteligente, es tanto como decir que es alto, que tiene 40 años o que ha muerto. Ninguna de estas descripciones se refieren a una virtud o un defecto. Decir que un hombre es sabio sí implica una carga moral. El sabio es aquél capaz de sacar el mayor provecho de su inteligencia, de usarla con un fin creativo, no destructivo. El sabio es el que reconoce su inteligencia como común a los de su especie, y la honra por ello, como un bien preciado y compartido. El sabio es humanista.

El inteligente se regodea; el sabio busca, en comunidad con los otros, nunca por encima de ellos, él entiende que sin un poco de com-pasión, esto es, el reconocimiento de su semejanza con los otros, es estéril el más poderoso argumento. El sabio vence la tentación –difícil empresa– de dar estocadas verbales a sus semejantes. El inteligente es capaz de prodigar humillación y escarnio. Con su verbo, se coloca por encima del resto de los hombres, en su afán de distinguirse y aniquilarlos. El sabio empuña la espada de la palabra para derrumbar los muros de la diferencia.

dasxsein@gmail.com

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