14 nov 2006

La vida poética

Hay un enajenado potencial en cada uno de nosotros. Sobre todo en los que tienen el hábito de hacer cuestionamientos. Los curiosos estamos condenados a llevar las preguntas hasta el límite de lo que podemos entender, estamos condenados a una última respuesta: el vacío, la nada, la muerte. El ímpetu optimista inicial del curioso se ve aniquilado por una pesadumbre existencial que no le permite ya encontrar el picante sazón en su arte de inmiscuirse con el todo. El sinsentido último a que conducen todas las dudas (el sinsentido de la muerte, de la finitud) es un reto para la cordura de todo entusiasta preguntador. Pero es sólo eso, un reto, no todo está perdido.


Tenemos un arma propia, de igual talante y medida que la vida dada, que es el jugar. De cara al sinsentido de la vida, el sinsentido del juego. Éste nos revela claramente lo que aquella es: un fin en sí misma, voluntad pura e irrefrenable. Más aún, es también -como la vida- un impulso originario y poderoso, a veces casi avasallante.
La receta para la salud existencial -si se permite el término- incluye una buena medida de juego, en dosis no controladas pero sí racionadas (tampoco es posible la convivencia armónica entre los que siempre juegan, el juego prolongado lleva al cansancio, o al capricho y la anarquía). El juego es un acto poético primigenio; el que juega crea una realidad a su medida y alcanza así su propia libertad. Él ha escogido en el juego la vida y el sentido que le apetecen y responderá a las reglas que él mismo ha instaurado por su mera voluntad, a placer. El que juega es dueño de su vida porque es dueño de su juego; todo lo que hace tiene el (sin) sentido último de ser su creación.
He aquí porque necesitamos ignorar a veces la realidad; he aquí el porqué de nuestra poiesis. Jugando entendemos lo que puede hacerse con una vida escurridiza: disfrutar. Bajo esta perspectiva el sinsentido deja de tener una connotación negativa. Estamos hechos para gozar sin porqués.

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