Los sueños –esas fantasías rectoras- son hijos del infortunio. Soñar es una forma de reconciliarse de forma positiva con nuestra condición carente. Sólo sueña el desposeído, el necesitado, el incompleto. Por eso los hombres, atrapados entre dios y el mundo, somos soñadores innatos.
Sin embargo, a pesar de estar regido por la fantasía anticipadora, y a pesar de vivir en el desgarramiento, el soñador obedece los dictados de la realidad, es ésta la que obliga a hacer lo que ha de hacerse; el sueño es únicamente el combustible para el actuar, para abandonar la perplejidad en la que en primera instancia nos dejan la vida y sus magníficas incongruencias. Aunque ejemplar, el sueño es en sí mismo estéril: no nos prepara para actuar correctamente, no nos da herramientas para la toma de decisiones pero sí el impulso para el actuar mismo.
El espacio que abarcan los sueños es tan vasto que al perderlos la oquedad que dejan es terriblemente obvia y lacerante. Por ello el soñador ha de permanecer lúcido siempre; ha de aceptar que no es capaz de controlar los sucesos de su propia vida, sino que apenas le es dado observar, imaginar y actuar con congruente optimismo, con una certeza de su hacer, librado de la ingenuidad con que en primera instancia nos entregamos a ese haz de afortunados hallazgos que es la vida. Más ingenuo es el que vive esperando comprender, encontrar la lógica en ese haz, que aquel que decide hacerle frente a través de armas propias, como es la imaginación. La realidad es tan informe que intentar comprenderla nos lleva irremediablemente al desencanto. Mejor es entonces esculpirla al antojo. El soñador es un artesano de ópticas para ver la realidad. En otras palabras, el soñador fabrica realidades no presentes, realidades posibles.
El que ha dejado de soñar es apenas el cascarón de una realidad perdida, el contenedor vacío de otros posibles mundos.
El espacio que abarcan los sueños es tan vasto que al perderlos la oquedad que dejan es terriblemente obvia y lacerante. Por ello el soñador ha de permanecer lúcido siempre; ha de aceptar que no es capaz de controlar los sucesos de su propia vida, sino que apenas le es dado observar, imaginar y actuar con congruente optimismo, con una certeza de su hacer, librado de la ingenuidad con que en primera instancia nos entregamos a ese haz de afortunados hallazgos que es la vida. Más ingenuo es el que vive esperando comprender, encontrar la lógica en ese haz, que aquel que decide hacerle frente a través de armas propias, como es la imaginación. La realidad es tan informe que intentar comprenderla nos lleva irremediablemente al desencanto. Mejor es entonces esculpirla al antojo. El soñador es un artesano de ópticas para ver la realidad. En otras palabras, el soñador fabrica realidades no presentes, realidades posibles.
El que ha dejado de soñar es apenas el cascarón de una realidad perdida, el contenedor vacío de otros posibles mundos.
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