Nacida del deseo o de la posesión –por perder lo ganado o por nunca lograr lo esperado- es esta una perturbación mimética y proporcional. El miedo toma la forma de aquello a lo que amenaza y es más grande tanto más importante es el objeto codiciado.
Es así como el vértigo de las alturas, miremos hacia arriba o hacia abajo. Lo que podríamos subir y lo que podríamos caer produce la inevitable atracción morbosa a recorrer la distancia, a realizar intrépidos el ascenso o el descenso. Es así que denota la cualidad bipolar que conllevan todas nuestras emociones, pues es al mismo tiempo el acelerador y el freno de nuestro impulso hacia lo desconocido.
Hijo de la soberbia, el miedo se yergue a la altura de lo que se vislumbra allá arriba o la altura de la posible caída. Intuición de la distancia entre lo que es y lo que podría ser, es el mejor indicador de la incertidumbre que entraña el presente. Nada es continuo. El miedo avisa la presencia del constante cambio, sea éste o no advertido. Es el resabio que nos deja la incesante lucha contra el tiempo y la transformación, enemigos innatos de la –a veces tan anhelada- tranquila permanencia. Y es a la vez nuestra certeza de que esa lucha es efectiva y no cesa.
Un vuelco del corazón, una lágrima desesperada, una frenética respiración, todos plagados de la angustia voraz del cambio, son los pases mágicos con los que este ilusionista de las posibilidades anuncia que se está llevando a cabo el persistente acto de transmutación del tiempo. Detrás del miedo yacen el tiempo vertido en la conciencia y la conciencia arrojada en el tiempo.
El miedo es un embajador de futuros lugares, profeta del cambio, visionario. Es el más reconocido mensajero de un gran salto hacia el vacío. Y el vacío es el infierno y el cielo donde conviven todas las posibilidades expectantes.
Es así como el vértigo de las alturas, miremos hacia arriba o hacia abajo. Lo que podríamos subir y lo que podríamos caer produce la inevitable atracción morbosa a recorrer la distancia, a realizar intrépidos el ascenso o el descenso. Es así que denota la cualidad bipolar que conllevan todas nuestras emociones, pues es al mismo tiempo el acelerador y el freno de nuestro impulso hacia lo desconocido.
Hijo de la soberbia, el miedo se yergue a la altura de lo que se vislumbra allá arriba o la altura de la posible caída. Intuición de la distancia entre lo que es y lo que podría ser, es el mejor indicador de la incertidumbre que entraña el presente. Nada es continuo. El miedo avisa la presencia del constante cambio, sea éste o no advertido. Es el resabio que nos deja la incesante lucha contra el tiempo y la transformación, enemigos innatos de la –a veces tan anhelada- tranquila permanencia. Y es a la vez nuestra certeza de que esa lucha es efectiva y no cesa.
Un vuelco del corazón, una lágrima desesperada, una frenética respiración, todos plagados de la angustia voraz del cambio, son los pases mágicos con los que este ilusionista de las posibilidades anuncia que se está llevando a cabo el persistente acto de transmutación del tiempo. Detrás del miedo yacen el tiempo vertido en la conciencia y la conciencia arrojada en el tiempo.
El miedo es un embajador de futuros lugares, profeta del cambio, visionario. Es el más reconocido mensajero de un gran salto hacia el vacío. Y el vacío es el infierno y el cielo donde conviven todas las posibilidades expectantes.
1 comentario:
Prima: Me hiciste recordar a ese "demonio de la perversidad" de quien alguna vez habló Poe, y del cual todos emocionantemente tenemos un poco.
Hugo
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