En algún tiempo, el hombre fue seducido por el llamado de la perfección espiritual. Tuvo el impulso de alcanzar su grado máximo de desarrollo, la totalidad del ser, la realización plena de sus posibilidades. El progreso fue entonces el canto de sirena que embrujo el tránsito del hombre a través de su propia historia. La mirada anticipadora fue la brújula humana: planeamos el futuro siguiendo un ideal no sólo posible sino necesario.
Era imperativo para el hombre probar ante sí mismo, ante la historia, su superioridad respecto a aquello que desde el primer encuentro se presentó como inmenso, desconocido y terrorífico. El mundo natural, imprevisible y salvaje, dejaría de ser un lugar atemorizante. El hombre tendría el control sobre la naturaleza y sobre sí mismo, y encaminaría el barco de su propia historia por las rutas de la trascendencia y la mejora.
Es así que comenzó la lucha del ímpetu humano, duelo a muerte del hombre y su voluntad contra el incomprensible devenir natural. Pero fue además el duelo a muerte del hombre contra sí mismo: hombre que con la bandera del futuro la emprende contra su predecesor, porque representa un momento primitivo de su crecimiento.
El progreso se alió con el conocimiento, pero bien pronto se hizo evidente la incomodidad de su alianza, la incompatibilidad entre el fin perseguido y aquél que lo persigue. La relación fracasada trajo esta paradójica enseñanza: el conocimiento es limitado, de lo verdaderamente fundamental el hombre no sabe nada, y el futuro es impredecible.
La noción del progreso abandonó su lazo con la historia, con el conocimiento y la perfección moral, y se alió a la tecnología. El hombre contemporáneo se olvidó del futuro, en tanto éste no significara una promesa de más y más comodidad. El progreso, aquél que antes fue conciencia visionaria, es hoy sinónimo de bienestar miope. El hiperdesarrollo técnico-productivo, con toda la complejidad estructural y material que implica, tiene un fin terriblemente frívolo. Aspira apenas a hacer más “simple” la vida cotidiana, sin importar el precio que histórica y naturalmente ha de pagarse para que las masas vivan cómodas. La tecnología y todas sus implicaciones destructoras no sólo han desdeñado al hombre del pasado sino que han perdido de vista al hombre del futuro. El horizonte tecnológico es desconsolador: ¿Hacia qué futuro apunta un presente destructor?
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