Se nos ha dicho que el milagro es un objeto de la fe, dado que debemos conceder la realidad de un hecho que no podemos comprender, explicar o apenas descifrar. Sin embargo, la idea religiosa del milagro, en la que éste se realiza por medio de la interacción del hombre con lo divino, es fantástica y por ello, quizá, imprecisa. En el uso no sólo religioso sino vulgar del término, el milagro es el cumplimiento de un deseo o la realización de la voluntad humana de una forma inexplicable, pero que implica la participación de Dios o lo divino en el devenir de nuestra vida individual. Se trata de un caso de éxito en el llamado de un hombre a Dios. Éste ha vuelto la mirada hacia él y ha concedido lo imposible.
Definido por Spinoza como “una obra de la naturaleza que supera la inteligencia de los hombres”, el milagro es una evidencia de la potestad de aquella. En sentido estricto, y ateniéndonos a esta definición, la fe en el milagro nada tendría que ver con la fe anhelante o expectante del creyente religioso. La fe en el milagro se entiende en su sentido más amplio y primordial, se trata de aquella que se adquiere por medio de la observación simple. Nuestra forma primera de concebir a la naturaleza en su conjunto es en forma de milagro, por lo inexplicable y maravilloso que nos parece su funcionamiento. Pero conforme avanza nuestro conocimiento de ella, nuestras explicaciones van abandonando el terreno de lo milagroso para volverse justo eso: explicaciones, conocimiento. La ciencia y la razón le roban milagros a la naturaleza cada día, la van despojando uno a uno de sus infinitos misterios. Sin embargo es justamente contra esa infinitud del misterio natural contra la que ciencia y razón pierden la pelea.
La “fe laica”, la fe del pensador y del científico, la fe del hombre despierto que busca el sentido de todo lo existente, es en lo más profundo asombro: el asombro ante fenómenos inexplicables como el funcionamiento del cosmos, el surgimiento y conservación de la vida, la diversificación de las especies o la propia inteligencia humana. La “fe laica” es en segundo lugar confianza: confianza en que las inescrutables obras de la naturaleza tienen un valor o una causa más allá de lo que con la razón alcanzamos a comprender. El verdadero creyente del milagro no ve milagros en los fenómenos cotidianos -regidos por los caprichos del azar- sino que los encuentra en el asombroso mundo natural que lo circunda.
Aquél que cree en el milagro cree en las ilimitadas posibilidades de la naturaleza, lo cual no requiere, evidentemente, de mucha fe.
Definido por Spinoza como “una obra de la naturaleza que supera la inteligencia de los hombres”, el milagro es una evidencia de la potestad de aquella. En sentido estricto, y ateniéndonos a esta definición, la fe en el milagro nada tendría que ver con la fe anhelante o expectante del creyente religioso. La fe en el milagro se entiende en su sentido más amplio y primordial, se trata de aquella que se adquiere por medio de la observación simple. Nuestra forma primera de concebir a la naturaleza en su conjunto es en forma de milagro, por lo inexplicable y maravilloso que nos parece su funcionamiento. Pero conforme avanza nuestro conocimiento de ella, nuestras explicaciones van abandonando el terreno de lo milagroso para volverse justo eso: explicaciones, conocimiento. La ciencia y la razón le roban milagros a la naturaleza cada día, la van despojando uno a uno de sus infinitos misterios. Sin embargo es justamente contra esa infinitud del misterio natural contra la que ciencia y razón pierden la pelea.
La “fe laica”, la fe del pensador y del científico, la fe del hombre despierto que busca el sentido de todo lo existente, es en lo más profundo asombro: el asombro ante fenómenos inexplicables como el funcionamiento del cosmos, el surgimiento y conservación de la vida, la diversificación de las especies o la propia inteligencia humana. La “fe laica” es en segundo lugar confianza: confianza en que las inescrutables obras de la naturaleza tienen un valor o una causa más allá de lo que con la razón alcanzamos a comprender. El verdadero creyente del milagro no ve milagros en los fenómenos cotidianos -regidos por los caprichos del azar- sino que los encuentra en el asombroso mundo natural que lo circunda.
Aquél que cree en el milagro cree en las ilimitadas posibilidades de la naturaleza, lo cual no requiere, evidentemente, de mucha fe.
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