Para Néstor Guerrero
Ante la amenaza del mundo natural, los hombres, como cualquier otra especie animal, sobrevivimos de la mano del instinto, pero en estricto sentido somos el único animal que lucha por su supervivencia.
Sólo el hombre vislumbra o inventa un motivo para su supervivencia. Sólo el hombre impone sus afanes a las tareas más complicadas y ambiciosas, aún sin necesidad alguna de por medio. Más aún, sólo el hombre considera como necesarios para su supervivencia los propios sueños y la propia ambición y se entrega al camino –tortuoso como sea- de sus deseos y anhelos. Sólo el hombre es capaz de dar pelea contra el resto del mundo con tal de moldearse a sí mismo según su propio arquetipo.
Contra los embates de una difícil realidad, el hombre se cimienta con las raíces que ha echado su voluntad. La firmeza para su permanecer de pie en medio de tales embates es proporcional a lo profundo que hayan logrado crecer sus raíces.
Si el instinto animal lo ha dotado para la selección natural -guerra de la especie contra el mundo- la lucha es para el hombre la medida de su selección espiritual -guerra del individuo contra su soledad, guerra interminable contra sus propias pequeñeces, contra la duda de sí mismo, contra la catástrofe de sí mismo-.
La lucha del hombre no tiene recompensa material, como la lucha animal no tiene recompensa que no sea la vida misma para el individuo y la especie. No hay logro final que sea visible como objeto de reconocimiento, ni como fin óptimo de las luchas vitales.
El hombre que lucha alimenta su propio espíritu para las luchas venideras, vuelve autosuficiente su voluntad. Aquel que ha luchado tendrá el cansancio necesario para dormir en paz. El hombre cobarde, el cómodo, el desinteresado, el hombre sin ambición, sin hambre vital, quizá viva el eterno insomnio de la voluntad.
Sólo el hombre vislumbra o inventa un motivo para su supervivencia. Sólo el hombre impone sus afanes a las tareas más complicadas y ambiciosas, aún sin necesidad alguna de por medio. Más aún, sólo el hombre considera como necesarios para su supervivencia los propios sueños y la propia ambición y se entrega al camino –tortuoso como sea- de sus deseos y anhelos. Sólo el hombre es capaz de dar pelea contra el resto del mundo con tal de moldearse a sí mismo según su propio arquetipo.
Contra los embates de una difícil realidad, el hombre se cimienta con las raíces que ha echado su voluntad. La firmeza para su permanecer de pie en medio de tales embates es proporcional a lo profundo que hayan logrado crecer sus raíces.
Si el instinto animal lo ha dotado para la selección natural -guerra de la especie contra el mundo- la lucha es para el hombre la medida de su selección espiritual -guerra del individuo contra su soledad, guerra interminable contra sus propias pequeñeces, contra la duda de sí mismo, contra la catástrofe de sí mismo-.
La lucha del hombre no tiene recompensa material, como la lucha animal no tiene recompensa que no sea la vida misma para el individuo y la especie. No hay logro final que sea visible como objeto de reconocimiento, ni como fin óptimo de las luchas vitales.
El hombre que lucha alimenta su propio espíritu para las luchas venideras, vuelve autosuficiente su voluntad. Aquel que ha luchado tendrá el cansancio necesario para dormir en paz. El hombre cobarde, el cómodo, el desinteresado, el hombre sin ambición, sin hambre vital, quizá viva el eterno insomnio de la voluntad.
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